Lo que conocemos con "lenguaje" o "idioma" es un conjunto de arbitrios y convenciones humanas que nacen, se desarrollan y mueren, de una forma similar a lo descrito, al menos hasta hace poco, para lo que se conoce como "ser vivo". De esta forma, decimos que el latín, el griego, el sumerio, o el quechua antiguo son "lenguas muertas", en contraposición a aquellas otras muchas que son usadas a día de hoy por alguna de las colectividades que comparten este rincón de la Vía Láctea que llamamos Tierra. Tales compendios de normas y significados se distinguen también de lo que fue precisamente por encontrarse en constantes procesos de redefinición y desarrollo. Podemos decir que se desarrollan, ergo están vivas.
Es evidente que no podemos enfrentarnos a ningún modelo lingüístico, al menos con intención de comprenderlo, sin tener en cuenta toda una serie de factores históricos, sociales, culturales, económicos, políticos... Un palimpsesto de connotaciones y circunstancias que fraguan y modulan los entresijos del léxico, superponiéndose una y otra vez sobre este marco conceptual, reescribiéndose a medida que cambian los usos y costumbres, las tendencias y apetencias de sus legítimos propietarios, alterándolo gravemente y, en ocasiones, llegando incluso a matarlo. Así entenderemos el porqué de tanta "villanía" frente a tan poca "nobleza", por poner el más manido de los ejemplos, aunque no por ello menos evidente. Esta principal característica del lenguaje, su constante evolución, es también el garante de su buen estado de salud. Y precisamente por ello es necesario contar, en pleno siglo XXI, con un cónclave de académicos y 23 ediciones distintas de un mismo diccionario, como ocurre en el caso del idioma Español. La otra característica, la de ser producto de la convención humana y herencia de los que antes fueron y, sobre todo, dominaron, es motivo además de no pocos dolores de cabeza para tan ilustre institución.
Ahora le toca el turno al término "rural", un adjetivo definido por la Real Academia como "perteneciente o relativo a la vida del campo y a sus labores", aunque también como algo o alguien "inculto, tosco, (o) apegado a cosas lugareñas". Desde la Red Española de Desarrollo Rural han decidido solicitar la modificación del término, alegando que "hoy en las zonas rurales operan nuevas dinámicas que facilitan la mejora en la calidad de vida de sus habitantes, una población cada vez mejor formada" y refirmándose en su apuesta "por un mundo rural alejado de tópicos y de rancios estereotipos" (ver nota de prensa emitida hoy).
Para ello han iniciado una campaña en Facebook bajo el perfil titulado "Por la dignificación del término rural en el Diccionario de la RAE", anunciando además su intención de redactar un manifiesto de adhesión que estará disponible próximamente para el conjunto de la ciudadanía, así como una solicitud de entrevista con el director de la institución, el filólogo José Manuel Blecua (a quien erróneamente bautizan como Miguel).
Desde la REDR defienden que el medio rural es algo vivo, en constante evolución "y con altas tasas de innovación social". Exactamente igual que se le supone a un idioma tan sano como el español. Hasta ahí podremos estar totalmente de acuerdo. Ya no tanto con exigirle a la RAE que defina lo rural como "sinónimo de calidad agroalimentaria, biodiversidad, paisaje, patrimonio, cultura". Eso nunca, aunque creamos firmemente en ello. Porque la Real Academia no está para eso, que bien valdría para una campaña institucional basada en la corrección política, pero jamás para un diccionario. Mejor sería solicitar la eliminación del segundo y torticero significado recogido actualmente. Y punto.
Y si no lo hacen, pues exigirles que añadan un nuevo uso al término "académico", como sinónimo de vetusto, anquilosado y alejado de la realidad. Algo que a día de hoy seguro que es mucho más empleado por los hispanohablantes que la polémica y desacertada definición de "rural" que pretenden mantener en la 23ª Edición de su diccionario. Porque lo seguro es que lo rural no es sinónimo ni de tosco ni de inculto.
Que ni lo es ni jamás lo fue, podríamos añadir: sencillamente es un desagravio histórico, uno más. No culpemos al idioma de lo que no deja de ser una cuestión de distancias. Respecto a los centros de poder y toma de decisiones, se entiende. A los señores de la RAE, pues nada, sencillamente que hagan su trabajo (como siempre han hecho, ojo) y revisen. Y que no sean "gilipollas" y se den una vuelta por el campo para estirar el "muslamen".
Alonso Aguilar. Director de BA